Dino era un dinosaurio alegre y juguetón. Se había ganado a pulso el cariño de sus familiares y vecinos. Se pasaba el día cantando, bailando y no paraba de hacer cabriolas y dar saltos. Amaba la Naturaleza y siempre tenía cuidado de no hacer daño ni a un simple mosquito, pese a su enorme tamaño.
Un día, sin embargo, pisó una hermosa florecilla y ésta no tardó en morir. Una profunda tristeza se apoderó del dinosaurio. No le consolaba la idea de que el accidente había sido fortuito. Él no había pisado a la flor intencionadamente.
Pasaron los días y Dino se encontraba cada vez más deprimido e inconsolable. Sus vecinos, apenados al verle así, decidieron buscar alguna solución. Por más que se estrujaban la cabeza, no conseguían dar con ella.
Por fin, a un saltamontes se le ocurrió una solución muy razonable.
– Si Dino tiene tanto miedo de aplastar a las flores y a los pequeños animalillos, que salte de ahora en adelante de puntillas. Así no podrá hacer daño a nadie -dijo, con gesto de alivio.
A todos les pareció bien la sugerencia del saltamontes, incluido Dino, quién, desde entonces, saltó y bailó siempre de puntillas. Su tristeza se evaporó y volvió a ser el feliz y amable dinosaurio de siempre.
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